Por Alejandro Paolini.

 

Liderar es un rol complejo, es también un don, una capacidad intuitiva que deviene de ser el primero en pensar un emprendimiento, el más audaz en tomar una decisión, el capacitado para ver todo el mapa y elegir el camino.

Es también el ejemplo, el que trabaja a la par, el que está al frente de la batalla. La capacidad de motivación proviene de la idealización, del “quiero ser cómo él”. La relación del líder con las masas en política tiene una acotada pero cierta aplicación en las organizaciones empresariales.

Todos quieren ser Ford, o tener las ideas de Gardner, la visión de Grobocopatel o la decisión de Hewlett y Packard. El líder debe ser consciente de esa influencia y no construir un ego en un pedestal, sino bucear entre quienes quieren seguirlo, emularlo, y hacerlos diferentes.

Encontrar qué capacidades distintas tienen, llevarlos por caminos distintos, plantearles problemas que ellos no pueden resolver, y usar su impronta para sacar lo mejor de ellos, aún o con el objetivo que sean mejores que él. Ese logro debiera ser el mayor orgullo de un líder. Cómo decía el viejo adagio “que el alumno supere al maestro”, como en la serie Kung Fu: “cuando puedas quitar el guijarro de mi mano habrás aprendido”; hacerlos mejores, llevar su potencial hasta el límite pero sin frustrar.

Una de las personalidades más relevantes de la política mundial del siglo XX fue Henry Kissinger, Secretario de Estado de Estados Unidos y hombre de influencia durante varios períodos presidenciales. Asesor de las mayores empresas de su país y del mundo. Más allá de la coincidencia o no con las ideas de este hombre polémico, contaba con una capacidad de construcción de equipos a través del liderazgo notable.

Una de las anécdotas más potentes de cómo desarrollar las capacidades del otro fue durante su gestión como Secretario de Estado. Le encargó a uno de sus ayudantes, medalla de oro de Harvard en Ciencias Políticas, que preparara la carpeta de antecedentes sobre un país de África. Le dio dos horas para hacerlo. El hombre se estresó, se esforzó, y al cabo de las dos horas llevó el producto de su trabajo.

A la media hora de entregado, Kissinger lo convoca y le comunica que había tomado las consideraciones sobre diferencias sociales con liviandad, y le dio dos horas más para mejorar. El asesor, desesperado, buceó en su conocimiento, interrelacionó, creó y concluyó. Regresa al despacho con su trabajo y el Secretario de Estado sin levantar la mirada le dice que lo deje.

A los veinte minutos, recibe un llamado donde le comenta “ha olvidado la interrelación entre microeconomía y la región” y que tenía media hora más. A la media hora, el hombre agotado deja la carpeta sobre el escritorio luego de exprimir su cerebro. Sin levantar la cabeza Kissinger le dice: no leí ninguna de las anteriores, pero estoy seguro que esto es lo mejor que puede haber y que puede hacer. La próxima vez que traiga la primera opción estará despedido. Supérese a sí mismo. Este hombre terminó siendo Secretario de Estado luego de él.