Hace muchos años, cuando aún existían los VHS, estaba en la cola de una de estas cadenas, esperando para regresar una de las películas que había alquilado.

Era viernes, tarde, cerca de la hora de cierre, el momento donde todos los malos humores sociales afloran. El cansancio, la ansiedad por llegar a la casa, finalizar la semana, y en algunos casos el desafío de transitar el receso laboral en condiciones personales poco gratas. Los lugares de espera se convierten en esos horarios en potenciales bombas de tiempo. Lo más mínimo puede desatar un roce, lo que en otro momento no es nada, allí es una tragedia griega.

Allí estaba yo, cerca del noveno círculo del infierno del Dante, el de los viernes tarde en una cola.

Los empleados de esta empresa americana tenían su manual de atención, manual sajón, creado para sajones, que interactúan con sajones, que fueron educados por sajones, criados por sajones y entendidos por sajones. Nada es contemplado fuera de la “sajonidad” en esos manuales o cursos de entrenamiento, nada, mucho menos el “ser humano” en una transacción. Esto tiene que ver también con el contexto. Si uno vive en un país previsible, en condiciones dónde el mañana nunca puede ser pasado, o convertirse por los dichos de un ministro de economía, en la expropiación de la propiedad privada, o sea de los ahorros, por parte de la mayor expresión del Capital Privado, es decir los bancos. Nada hay de sajón en ese contexto, ni siquiera el guionista más osado de “Viaje a las Estrellas” o la más actual “The Big Bang Theory”, rozaría algo tan negro para la realidad.

El manual sajón pues se inserta en una realidad “latina”, mediada por situaciones económicas impensadas y por el avasallamiento de los derechos. De hecho el “derecho del consumidor” en nuestro país tiene la misma instalación social que el no tirar papeles en la calle.

En la cola había una señora, bajita, de unos cuarenta y largos, cuya actitud denostaba ansiedad y que el fin de semana no era el mejor momento de su vida. En sí tenía en su cara un cartel que decía “la vida me falló”. Al llegar su turno, le dice al “joven potencial mejor empleado del mes”: vengo a devolver esta película y buscar otra. El joven, en forma automática, sin levantar la cara y con muchas ganas que fueran las diez  – eran menos cuarto – le solicita nombre y número de documento. Al contestar la señora, le responde, señora Ud. no existe en esta base de datos. La deformación profesional lleva a que uno mire distinto. En el momento del “no existe” una ceja se subió por sobre la otra, con una arqueo no de asombro, sino de furia. Un costado de su boca, tuvo un temblor imperceptible, todo un alerta. La buena mujer responde: pero si soy socia y me llevé esta película, como no voy a existir. El muchacho levanto la vista esta vez, ignorando que lo que iba a decir desataría Armaggedón: señora, ud. no existe. A continuación, se desató una catarata de improperios, que llamaron por fin la atención del supervisor que conversaba muy afablemente con otra empleada sobre a dónde iban a ir luego – esto seguro no está permitido en el manual sajón – e intervino, pero tarde, muy tarde. A poco estábamos de que saliera espuma por la boca de la “no existente” señora.

Si el manual sajón no existiera, si la comunicación interna fuera un abordaje humanista, si la construcción de valores no fuera una placa en una pared, es probable que este tipo de empresas miraran a la “persona” y su entorno, y no a “clientes” y subsidiarias. Actuar como suizos en Tanzania sólo nos puede llevar a un conflicto. Si el buen muchacho tuviera un training en comunicación interpersonal, entendería que comunicar es “poner en común”, construir una “comunidad” momentánea, que es empatía y entender, ese pésimo momento no hubiera existido para nadie.

Comunicar es humanismo, es mirar al otro ser humano en su totalidad, por más breve que sea el intercambio, para darle el respeto que todos buscamos. Eso ha hecho las grandes diferencias en las grandes sociedades. De hecho el valor de lo humano, construido desde la comunicación, es la principal barrera para avasallar al otro, y así sin dudas, nadie llegaría de pésimo humor a un viernes.

Por Alejandro Paolini, Director General de Vértice, Imagen & Comunicación