Las teorías de liderazgo tomaron las deformaciones de la creciente tecnocracia, es decir, la predominancia de la forma por sobre el contenido o esencia. La pérdida de profundidad en pos de alcanzar una constante producción de innovación al ritmo de los supuestos cambios que acontecen en los usos, hábitos culturales y opciones de tecnología. Es fagocitada esta producción por uno de los temas que tendría que abordar en forma primaria: la atemporalidad, la pérdida de barreras entre lo personal y lo público o laboral, la necesidad de ambicionar no se sabe qué ni para qué, pero ambicionar. El ritmo de una sociedad que nos lleva a acumular tareas para darnos importancia, tecnología para sentirnos conectados, a contar con placares completos de estupideces herrumbradas a las cuáles no les dimos uso y que compramos como afirmación psicológica indirecta de nuestro status. Vivimos un momento donde para muchos el mayor acto de erotismo es el uso de una tarjeta de crédito, y de acuerdo a su color más importante es el acto, ello porque las tarjetas son todas del mismo tamaño.

Este abordaje holístico de la persona, de los ritmos que se imponen, debiera ser abordado por los teóricos, a veces “teólogos” del liderazgo, a los efectos de frenar y preguntarse si debemos seguir las exigencias crecientes, mecanicistas y enajenantes de ese ritmo y dar respuestas en términos de forma de liderazgo y motivación o detenernos a evaluar si es posible construir otro modelo de acción. Si dejarnos arrastrar en la inalcanzable carrera de construir el “supra hombre líder salvaje tecnocrático dializado por la tecnología y mediado por la ambición” o sentarnos un minuto al costado del camino para ver cuánto de persona se pierde en la construcción de líderes de personas.

Por eso el título de esta reflexión. Dos excelentes producciones audiovisuales con dos personajes centrales que devoran la trama… con dos actitudes y resultados diferentes, no sólo para ellos, sino para su entorno.

En “House of Cards”, Francis Underwood encarnado por Kevin Spacey, desarrolla una espeluznante capacidad de seducción y lidera en forma consecutiva a varios personajes para lograr sus objetivos de poder, en un esquema de conducción de lealtades unilaterales: hacia él y sus objetivos, haciendo lo que sea para alcanzarlos, en la sumisión más absoluta y la instalación de una moral propia, que hace lucir el asesinato como una acción mínima y aceptable en pos de un “bien mayor”, lo que no se entiende es para quién es el bien. Nada tiene que envidiarle a las tramas de Stalin en sus purgas contra sus amigos Bujarin, Zinoviev, Sergo, Kirov, el propio jefe del NKVD Yezhov, que mueren por sus manos luego de dejar de ser útiles. Francis no urde juicios, solo construye en base a la necesidad del otro la consecución del propio beneficio con ardides y engaños, sin límites, y luego los descarta. La desaprensión de todo por el poder mismo define hasta su modelo de “familia”. Ausencia de hijos, de “amor” de pareja con su mujer, de placer convencional y recurrencia al morbo en las relaciones, el uso de todos por él. La asepsia de sentimientos lo coloca en un olimpo distante e inaprensible para todos los demás, lo convierte en un incomprensible e imprevisible, a la vez que voraz consumidor de la totalidad del otro por sí mismo. Así consigue los objetivos, así construye relaciones, así lidera, y llega al lugar que busca, sin pestañear ante la falta de espacios de los otros, de derechos de los demás, de importancia de las personas. Cuánto hay de esto en el liderazgo empresario y político actual? Y cuán similares son los resultados de “bonanza” solitaria.

En “Goodbye Bafana” se relata la relación de Nelson Mandela, líder comunista por la independencia de los negros de Sudáfrica, mascarón de proa del “un hombre un voto”, con su carcelero. Un sargento que lo acompañó en buena parte de sus veinte tantos años de reclusión salvaje. La historia muestra un hombre desafectado de sí mismo, fiel a los objetivos de lo que cree que es el bien común, que construye lealtades en los otros con cimientos firmes y responde a esas lealtades dando continuidad a sus vejaciones para no tener diferencias, porque el objetivo común se lograba solo con el ejemplo y el valor humanista. Así, conversa con el carcelero fanático del apartheid largas horas, lo hace apreciar el enorme valor de un pequeño gesto para su esposa. La vida los hermana con la pérdida de un hijo a cada uno, y Mandela se pone en el enorme lugar de la piedad humana, del estar en el lugar del otro para reconfortar lo irreconfortable. En ese proceso, el sargento se convierte en una pieza de cambio de Sudáfrica, y tras años de diálogo pasa a admirar las convicciones por sobre las imposiciones y a festejar la génesis de una Sudáfrica para todos.

Dos modelos: el de todos por mí y del uno por el todo y para la comprensión de todos. Sentarse un rato al costado del camino para observar y reflexionar si las vías teóricas de liderazgo no debieran pensar en estos términos, no sólo como ejemplo, como esencia, y así conducir a una construcción del todos por todos, en cada espacio… y así tal vez el cambio nazca a pesar de la vorágine de los disvalores actuales.

Por Alejandro Paolini, Director General de Vértice, Imagen & Comunicación.