Por Alejandro Paolini, Director General de Vértice, Imagen & Comunicación
“Morir con las botas puestas” es la expresión que se utiliza para hacer referencia a la historia del General Custer y la batalla de Little Big Horn. La frase es el título de la película que relata una de las batallas más valientes y trágicas de la lucha entre nativos y colonizadores durante la “civilización” de Estados Unidos. Siete mil nativos lucharon con seiscientos colonizadores, y los vencieron, pero estos pusieron una valiente resistencia y de allí vino el “morir con las botas puestas”. Se aplicó a aquellos que cumplen sus principios en todos los ámbitos. En el laboral, el político, en cierta forma, es la expresión de que uno tiene en claro que es lo que vale la pena, por lo que vale vivir y por lo que vale que nos recuerden.
En el mundo de las empresas es poco común encontrarse con gente que actúe de esta forma, con la certeza de que las convicciones son beneficiosas para todos: la empresa, los colaboradores, la sociedad. Son aquellas personas que brillan por sus logros en el lodo de la avaricia y la mezquindad, son los que hacen posible lo difícil o real lo imposible. Parecen una mezcla del “mayo francés” con los postulados económicos del Estado de Bienestar y la visión de Drucker. Tienen también la mirada humanista de Hobswan, todo ello, la mayoría de las veces sin saberlo. Inspiran por su accionar y generan valentía en los otros por actuar en consecuencia ante las más duras condiciones.
Tuve la suerte de ver a varios en mi derrotero de consultor. No he pedido permiso para escribir esta historia, por ello no daré más que el primer nombre del protagonista: Miguel. Fue uno de mis primeros grandes desafíos: él quería transformar el management de una empresa de retail, dar vuelta el clima interno, convertir las voluntades individuales en un ejército, un equipo que disfrutara de su trabajo, aportara sus ideas, crecieran como personas. Todo eso, sostenía con razón, haría ganar más a la Compañía, daría más a los clientes y crearía la necesidad de trascendencia del equipo que desembocaría en una empresa con responsabilidad social activa, no para la foto.
Comenzó por la comunicación interna, convocó a un multitudinario concurso de “buenas ideas”, en una empresa dónde nunca había habido canales de comunicación formal, donde cada uno veía las fallas o las oportunidades de mejora, pero el peso del plomo de la rutina aplastaba la creatividad. Despojó de valor de certeza lo existente, visitó a los gerentes de sucursal y con ellos recorría los locales hablando con los colaboradores para que participaran del concurso. Le puso rostro y credibilidad al directorio, le puso humanidad a una “idea” colgada en una pared, distribuida en un newsletter. Convirtió la resistencia de los incrédulos en duda y los sumó. Así, logró más de 500 ideas sobre cinco mil personas, muchas de ellas en equipo, lo que mostraba que su visión hacia carne en las personas. Se implementaron las ganadoras, se premiaron los ganadores, pero sobre todo, se los sentó a almorzar cada tres meses con los Directores de la Compañía en igualdad. Venían del interior a “representar” en ese almuerzo a sus compañeros de trabajo. Creó una red de voceros voluntarios sobre “cómo eran” los que mandaban o decidían. Lo publicó en el newsletter, que ya no se “agarraba” sino que se buscaba para leerse.
Fue por más, hizo que cada local creara su historia y la contara, que cada área la expusiera, llevó los comités del concurso a los locales del interior y conversó el comité con cada gerente. Una absoluta máquina de crear y soñar. Así ideó un programa de motivación general para terminar con la merma que estaba doscientos por ciento encima de lo tolerable para el negocio, apelando al orgullo. Ese mismo programa tenía un año como objetivo para que la compañía ocupara un lugar de líder en el sector. Los afiches con el logo de la flecha inundaban los espacios. Diseñó un esquema de comunicación general en tandas: todos los gerentes debían exponer el Plan Estratégico de Compañía a TODOS LOS COLABORADORES EN GRUPOS. Hasta el último debía pasar por esa experiencia: tenían el mismo derecho que un accionista. Y luego, los encuestaba. Hizo un guión para que nadie se equivocara y todos se sintieran acompañados.
Y llegaron los cincuenta años de la compañía y era un ejército que se sumó a la mayor experiencia de responsabilidad social empresaria multilateral: clientes, estado, colaboradores, periodistas, todos fueron parte de una cruzada solidaria que puso a la empresa número uno en imagen positiva no publicitaria. Llevó chicos de Estero Patiño a conocer una ciudad. Los colaboradores pintaron escuelas junto a los bomberos. Las escuelas a ser beneficiadas fueron elegidas por los clientes de cada local. Hizo la primera conferencia satelital con todos los locales del país, donde todos los asistentes nos quebramos cuando un niño con capacidades especiales agradeció lo que la compañía había hecho por su colegio de Jujuy. Hasta el CEO, un hombre de negocios se quebró hasta las lágrimas. Y Miguel seguía. Así realizó la mayor inauguración recordada en Corrientes. Llevó en diciembre una máquina de hacer nieve para que los chicos de la ciudad la conocieran. Quince mil personas estuvieron en la bicicleteada que creó y cuarenta y cinco mil participaron de “un dibujo para mi ciudad”, meses antes de que se inaugurara el local.
Y el día de apertura sorprendió con un recital en el que bailó sobre el escenario hasta el CEO. La compañía duplicó su facturación y ganó lo mismo que una competidora que facturaba más del doble. Miguel había probado sus tesis, mostrado la certeza de su visión.
Un día la empresa se vendió, pero no querían dejarlo ir los nuevos dueños de un fondo de inversión extranjero, tampoco querían que siguiera su obra y su máquina de hacer. Le ofrecieron las mismas condiciones… pero debía deshacer parte de lo que había hecho. En media hora vacío su oficina y se fue, sin paracaídas. Confieso que ese día lloré de admiración y bronca. Pero salió con las botas puestas, e hizo en muchas compañías más de las suyas, hasta convertirse en consultor. Un ejemplo de humanidad, de ideas, de que se pueden hacer las cosas distintas.