Por Alejandro Paolini, Director General de Vértice, Imagen & Comunicación

Casi veinticinco años atrás comencé a atender a una de las principales cadenas de retail del país, en aquel momento. Entré por concurso, con una decisión y ambición casi tan grande como mis miedos. Tenía tan sólo veinticinco años, una oficina que me costaba mantener y una locura en la cabeza que me había hecho salir de la facultad y decir “tengo una consultora”, sin saber el significado de la palabra “gacetilla” o de la mucho más compleja “benchmarking”, que no quiere decir otra cosa que copiar lo bueno que hacen otros. Pero la década del noventa nos importaba hasta las palabras. He de admitir que hoy con más de veinte años de profesión, unos cuantos de docencia, lectura dedicada y obsesión, sigo encontrándome con colegas que me sorprenden con vocablos que no entiendo. La diferencia es que ya no me da miedo… ni me importa. Los hechos dan más sentido que muchas palabras sin sentido.

Volvamos a mi ingreso a esta cadena. Gané el concurso de cuenta con un dos ambientes y limpiando los baños yo mismo, pero con la visión que me dio la universidad, el amor por la lectura y la militancia política (en el Partido Comunista, escuela de cuadros de todo tipo). Esta síntesis, más la enseñanzas de quien fuera mi mentor, me llevaron a ingresar por un problema o necesidad, la comunicación interna, para ir de forma sinuosa pero segura, dando opinión sobre toda la imagen de la compañía. Y tuve la oportunidad de visualizar el valor del enfoque científico y el razonamiento de “interpelación” frente a las visiones lineales de la comunicación. Esas visiones que descuidan el hecho fundamental de que el mensaje no es del emisor sino del receptor, amén gran Roland.

La primera ocasión fue cuando en medio de una inundación trágica la empresa quiso poner sus camiones al servicio de un programa de televisión de alto rating para que transportara las donaciones de todo el país hasta el lugar dónde estaban los argentinos que lo necesitaban. La compañía era la única que tenía presencia nacional y tenía la mayor red de logística en ese momento. Sus camiones daban “dos vueltas al ecuador en un mes”, argumento usado en una de las campañas de comunicación interna. La respuesta del programa fue: el costo por aparecer en cámara es tanto, que es lo mismo que le cobramos a otra cadena, pero que no llega a todo el país.

Como si lo importante fuera la recaudación. Me llamaron a Directorio, con mis veinticinco años, ante Ceo, Cio, Ciof, y demás siglas que luego tuve que desenmarañar, transpirando como en examen de marzo ante gente que jamás había visto, a dar mi parecer. Es difícil trasladar la sensación de que lo que uno piensa por convicción y por visión puede estar equivocado, pero que tampoco se puede ir contra lo que resulta cierto. Mi respuesta fue: esto se puede saber, el programa va a quedar mal y la imagen de una empresa que “paga” para ser solidaria no es buena. “Qué hacemos entonces?” me preguntaron desde la otra punta de la mesa las tres o cuatro C. La mesa no debía tener más de seis metros, pero me sentía como el hobbit en el señor de los anillos ante Senescal de Gondor: diminuto y enorme. “Hagamos nuestra propia campaña”. Se hizo, se juntaron más de quinientas toneladas, los camiones recorrieron varios ecuadores, y se llegó a los Correntinos. Los clientes a lo largo del país agradecían, mandaban cartas, los periodistas llamaban, e hicimos hablar a quienes importaban para que pidieran más: los damnificados.

Ese fue el primer cruce con el consultor de prosapia que llevaba la comunicación externa. El segundo fue en plena semana santa, cuando no tenía ni celular, sino un radio llamada. El jueves santo el Director de RRHH y RRII de la compañía me pide que lo llame. Me cuenta que cayó una “inspección” en uno de los locales de la Patagonia y habían requisado ochenta kilos de pescado con presunción de mal estado y querían cerrar todo el local, nuevo, enorme, flamante y de gran volumen de venta. Algo urdido sin dudas. El problema era que el consultor de prosapia no atendía su celular, debía estar disfrutando del fin de semana largo, algo que aprendí de él y de las consecuencias que sufrió: no apagues el celular.

Me mandaron a buscar, me sentaron y me dijeron que un ejecutivo de cuentas de la otra empresa había propuesto hacer un comunicado diciendo que estaba todo orquestado y hacer una solicitada.  Los miré y pregunté: “el pescado está podrido?”. No, tajante. Bien, entonces propuse “mandemos un perito de nuestra parte, indiscutible, de la UBA, para que haga la contraprueba, y como lo que se cuestiona es la pescadería y la pescadería funciona en la parte de “puertas adentro”, que solo clausuren eso, sobre los mostradores pongamos que no hay más mercadería y a los medios que estén tratando de hacerse eco de la operación contémosle lo del perito y hagamos valer la imagen positiva de la empresa, lo mismo que ante la municipalidad”. Me miraron, confiaron, lo hicieron, y triunfaron. Ellos, porque el lunes el consultor de prosapia fue desafectado de la cuenta, que heredé a mérito y riesgo.

Una historia de pescado “podrido”, que muestra el valor de los nuevos enfoques y convicciones, y que la linealidad solo conduce a resultados limitados. Es preciso mirar siempre otros ángulos, aún si la solución es riesgosa, porque suele ser la más duradera.